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domingo, 17 de febrero de 2019

Acción Ejecutiva (1).

Estaba de luto, como todo el país, aunque ella por la persona equivocada.

¿Qué mierda hacía ahí ese crío? ¡Saludando! ¿Acaso sabía por qué? ¿Acaso era consciente de que había muerto su padre? ¿Acaso sabía lo que era la muerte? ¡Bonita manera de perder la inocencia aquella!

Aunque la de su pobre niña no había sido mucho más dulce.

Apagó la tele, se sirvió otro latigazo de alcohol, tomó el teléfono, marcó dos números, colgó, se calzó la ginebra de un trago. Iba a llamar a la policía, pero, ¿para qué? ¡Si no la iban a creer! ¡Otra loca con delirios de grandeza con ganas de hacerles perder el tiempo!
 
En el fondo, sentía remordimientos por todo aquello. Muchos. Cuando habían trincado al tirador, la había inundado una ola de alivio: el tipo aquel cantaría y ella sería castigada por su pecado. Ni siquiera había intentado escapar (no le habría resultado difícil). Todos tenemos que pagar por nuestros malos actos: el chico, el gran hombre, el tirador, ella misma...

Pero entonces el gordo aquel había matado al tirador. En las mismísimas narices de la policía. ¡Pandilla de inútiles! ¿Cómo les podían haber ganado la guerra? Los ingleses, ella siempre había tenido la teoría de que los verdaderos culpables habían sido los ingleses. Los yankees sólo habían contribuido con dinero y carne de cañón pobre de pueblachos del sur.

Como el pobre Johnnie.

Volvió a coger el teléfono y se quedó mirando fijamente al auricular. Ella era una cuarentona ama de casa austriaca que resultaba ser también el cerebro detrás del asesinato del presidente de los Estados Unidos John F. Kennedy.    

No, definitivamente los muchachos de la Ley del Tío Sam jamás iban a tomarla en serio. Mejor no perder el tiempo. Hora de volver a casa.

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