"¡Bienvenido al mundo, compañero!"
En efecto, era un niño. El primer nieto de Manolo Fontajo había resultado ser un varón.
El abuelo, como todos los yayos -por muy revolucionarios, marxistas y demás que sean-, estaba como loco con el asunto, y, por supuesto, ya tenía miles de planes para el neonato, incluyendo una educación perfecta planificada al milímetro.
-¡Compañero Fratérnico, tú vivirás en la utopía por la que tu abuelo y sus camaradas han luchado todos estos años!
Emilio, padre de la criatura, además de yerno de facto de Fontajo, torció el gesto y miró con desesperación a su convaleciente compañera.
-¡Papá, ya te hemos dicho mil veces que ese nombre no nos gusta, que el bebé se va a llamar Pedro!
-¿Pedro?, ¡de esos ya hay muchos! Además, es un nombre vacío, sin sentido más allá de las pamemas religiosas de los curas. ¡Fratérnico, en honor a la fraternidad entre los pueblos, sí que es un nombre bonito, digno de mi nieto!
-¡Manolo, macho, que si le ponemos eso que dices tú, no vamos a ganar para terapias por culpa del cachondeo de los otros niños!
-Los chicos tienen razón, Manolo. Eso ni es nombre ni es nada.
-¡Hasta tú te pones de su parte, Maru!
-¡Si es que vaya ideas que tienes, hombre mío!
-Por cierto, papá, queremos organizar una comida para celebrar que Pedro...
-¡Fratérnico!
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