De chaval, Ben había jugado de defensa en el equipo del pueblo. No era particularmente bueno, pero tampoco había tantos muchachos en la comarca, y ninguno quería jugar atrás.
A él, en cambio, no le disgustaba. Todo lo contrario, le encantaba salvar goles, en especial esos en los que tenía que correr a máxima velocidad de pecho a la caza de un balón que -superado el arquero- se colaba en su portería. A veces lo lograba, otras no. Pero aquello le encantaba: los salvamentos -agónicos, a ser posible-.
Sin duda por esa vocación de salvador del prójimo de había metido a psicólogo, y por eso mismo debió ser que había solicitado trabajar -voluntariamente- en la "Sala de espero B7" del Hospital Provincial.
La Ley había sido -era- polémica, pero era la ley. Decreto Ley 323-23-41, "Sobre el derecho a decidir sobre la propia vida". La eutanasia había sido aprobada en aquel país.
El proceso era lento, pero no lo suficiente como para que a muchos se les pasara la desesperanza de vivir: se rellenaba el impreso, se tenía una entrevista con un psiquiatra forense para que certificara que estabas en plenas facultades mentales y se te daba hora en algún gran hospital para "verificar el proceso" (curiosamente, no hacía falta ingresar. Aquella era, de un modo peculiar y macabro, ambulatorio). También había que nombrar a un representante legal, que se haría cargo de todas las gestiones posteriores. Si no se hacía así, el cuerpo pasaba a manos del Estado e iba de cabeza a la facultad de Medicina más próxima.
No obstante, los contrarios a la Ley habían conseguido colar en ella una disposición: en la sala de espera dónde el paciente -eso era, técnicamente- aguardaba el fin, se permitiría la presencia de personas debidamente acreditadas como profesionales de la psicología o sacerdotes de algún credo registrado. Los pacientes no tenían obligación de escucharles, pero tampoco podían ordenar que les mandaran callaran.
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