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miércoles, 18 de diciembre de 2013

El Sprint del Central (1).

De chaval, Ben había jugado de defensa en el equipo del pueblo. No era particularmente bueno, pero tampoco había tantos muchachos en la comarca, y ninguno quería jugar atrás.

A él, en cambio, no le disgustaba. Todo lo contrario, le encantaba salvar goles, en especial esos en los que tenía que correr a máxima velocidad de pecho a la caza de un balón que -superado el arquero- se colaba en su portería. A veces lo lograba, otras no. Pero aquello le encantaba: los salvamentos -agónicos, a ser posible-.

Sin duda por esa vocación de salvador del prójimo de había metido a psicólogo, y por eso mismo debió ser que había solicitado trabajar -voluntariamente- en la "Sala de espero B7" del Hospital Provincial.

La Ley había sido -era- polémica, pero era la ley. Decreto Ley 323-23-41, "Sobre el derecho a decidir sobre la propia vida". La eutanasia había sido aprobada en aquel país.

El proceso era lento, pero no lo suficiente como para que a muchos se les pasara la desesperanza de vivir: se rellenaba el impreso, se tenía una entrevista con un psiquiatra forense para que certificara que estabas en plenas facultades mentales y se te daba hora en algún gran hospital para "verificar el proceso" (curiosamente, no hacía falta ingresar. Aquella era, de un modo peculiar y macabro, ambulatorio). También había que nombrar a un representante legal, que se haría cargo de todas las gestiones posteriores. Si no se hacía así, el cuerpo pasaba a manos del Estado e iba de cabeza a la facultad de Medicina más próxima.

No obstante, los contrarios a la Ley habían conseguido colar en ella una disposición: en la sala de espera dónde el paciente -eso era, técnicamente- aguardaba el fin, se permitiría la presencia de personas debidamente acreditadas como profesionales de la psicología o sacerdotes de algún credo registrado. Los pacientes no tenían obligación de escucharles, pero tampoco podían ordenar que les mandaran callaran.

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