Ya le quedaba bien poquito. Lo notaba a cada paso, y, por eso, disfrutaba de cada instante de aquellos paseos. Mitch o Sally -o los dos- siempre le acompañaban: un pájaro que ha pasado décadas encerrado no debe intentar volar solo. Eran unos ángeles: le habían llevado al zoo, al circo, al cine...a todos esos sitios a los que un niño -o cualquiera que no hubiera tenido la oportunidad de serlo- quiere ir. Al principio le daba un poco de miedo que le reconocieran pero, ¿quién se fija en un pobre viejo en estos tiempos?
Tadeus Brady se sentó en un banco y tomó una gran bocanada de aire fresco. Le encantaba, sabia claro y suave, sabía a Libertad, no como el cochino y viciado tufo que se respiraba en la cárcel. Acarició la madera, su tacto le recordó al de la silla. Sonrió. ¡Qué irónico que la puerta a la muerte de tantos hubiera significado para él la vía de escape a la vida y la Libertad!
Contra todo pronóstico, el rocambolesco plan había salido a la perfección: el alcaide y el doctor habían metido un maniquí vestido con ropa de preso y habían pegado el cambiazo en la celda de aislamiento, luego, él había pasado la noche escondido en el despacho del alcaide. Al día siguiente, se había metido en la caja de la silla y, sentado en ella, había salido de la cárcel. Incluso le había pedido al alcaide que le amarrara, para mayor seguridad por si venían curvas. Por último, en el aparcamiento del bar de carretera donde pararon esperaba Sally. Discretamente, el alcaide había abierto el candado de la caja y Brady se había deslizado hasta el coche donde esperaba la mujer del alcaide.
Plan perfecto.
Mientras, un maniquí vestido de presidiario esperaba en la celda de aislamiento. Cada día, el alcaide le llevaba y traía la comida. Tenía prohibido que nadie más se acercara por ahí.
"¡Del hijo de puta de Brady me quiero ocupar yo personalmente!", le había dicho al personal de la prisión.  
 
 
 
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