El comercial de la empresa de seguridad había insistido con toda vehemencia en que se instalaran cámaras de alta resolución, pero el presupuesto no daba para más y, después de todo, ahí se conocían todos. También les habían aconsejado que mejoraran la iluminación, pero -de nuevo- los presupuestos eran los presupuestos.
Para colmo, aquella madrugada le habían asignado a Kult el turno en el cuarto de control del sector B. Kult siempre se tomaba las cosas con calma, y más cuando los que pedían paso eran el señor alcaide y el médico. Los acompañaba un tío un poco raro, pero eso no era asunto suyo. Se limitó a pulsar los botones sin preocuparse de nada más. El trio entró en el agujero y, tras un rato, salió de él. ¿Qué hacían en ese sitio a las 4 de la mañana el alcaide y doc? Ni idea, pero eso no era asunto suyo.
Al mañana siguiente, el alcaide pidió que le subieran a su despacho la caja que contenía la silla eléctrica, pues tenía que comprobar unos detalles antes de darla oficialmente de baja y firmar los papeles del traslado. Después, fue el alcaide en persona el que supervisó el transporte del aparato desde la cárcel hasta el almacén del museo, un camino que iba de punta a punta del estado. Hizo todo el trayecto en la parte posterior de la camioneta: 334 kilómetros, incluida una parada para descansar y comer algo.
Cuando, por fin, llegaron al destino, los mismos operarios que se había quejado de lo mucho que pesaba la caja, ahora se sorprendían.
-¡Oiga, alcaide, que esto pesa menos!
-¡Figuraciones suyas, amigos!  
-¡Pues juraría que sí! 
-¡Eso es que la hamburguesa del bar de carretera le ha reforzado los brazos, amigos!
-Eso debe de ser, jefe.
 
 
 
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