-Señor Ministro, el señor Romera al teléfono.
-Muy bien, Elena. Pasémelo.
Jorge Piñaceira resopló. El tipo aquel era un pesado de campeonato, pero un pesado útil.
-¡Jórgito, buenos días! ¡Qué caro te vendes, coño! ¿Por qué no me das tu número particular, hombre?
¿Darle su móvil a ese paleto? ¡Eso sí que ni muerto!
-Ya te lo he dicho, la línea fija del ministerio es la única realmente segura. El móvil me lo pueden pinchar, y no queremos que nadie nos escuche cuando hablamos de nuestros asuntillos.
-Vale, vale...
-Bueno, qué tal, Azarías? ¿Cómo va esa fábrica?
-¡Dando empleo y trayendo prosperidad a pleno rendimiento! ¡Y asi va a seguir, a menos que esos ecologistas hippies de los cojones consigan cerrármela!
-¡Ya he dicho mil veces que aquí nadie va a cerrar nada!
-Pero como el informe ese diga que emitimos "glucosiminina" de esa...
La Glaxosemina era la clave del asunto: un compuesto químico altamente nocivo para las aves que, según denuncia de una organización de defensa de los animales, la fábrica de Azarías Romea lanzaba a la atmósfera a espuertas.
-¡A ver, Azarías, coño, que no te preocupes de eso! ¿No te dije ya que todos los informes independientes los hacen en laboratorios que dependen indirectamente de nosotros?
La fábrica de Azarías Romera era importante. Cuando hubo las primeras amenazas de cierre, un muy nutrido grupo de trabajadores había marchado a pie hasta el Ministerio y se había manifestado. El caso había llamado la atención del todopoderoso Vicente Garguela, que había llamado en directo desde su programa al móvil del ministro -a este sí que convenía no negarle esas cosas- y le había sacado un compromiso de luchar por los empleos de todos esos hombres y mujeres.
Y cuando se prometía algo a Garguela, había que cumplirlo. Especialmente en año electoral.
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