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miércoles, 23 de noviembre de 2011

Lo Importante es el Interior...Por Cierto, ¡Qué Buena está tu Amiga!

-¡Hola, soy el Genio de la Lámpara! Sé que vas a tener una hija, te concedo que sea bella por fuera o bella por dentro, ¿qué prefieres?

-Tú haz que sea bien guapa, pero no cuentes por ahí que te he contestado esto, ¿vale?

Cierto, es absurdo negar que, si a uno le dieran a elegir, a todo el mundo le gustaría tener hijos guapos (de hecho, cada papá y mamá cree que sus retoños son un derroche de belleza física).


Más absurdo sería negar que ser guapo tiene muchas más ventajas que ser feo. Aunque, como el que no se consuela es porque no quiere (y la cosa no va con segundas, por mucho que esté hablando de feos y feas), ser poco agraciado (vamos, que ni el reintegro de una rifa de colegio) también tiene su lado bueno.

Ante todo, que no te tienes que obsesionar con aquello de que protagonizas los más oscuros deseos y las más prohibidas fantasías del vecino del quinto, el muchacho de la panadería o la dueña del kiosco de la esquina.

Tampoco te asaltan las dudas de si tu exhuberante mujer te quiere sólo por tu dinero. Es un hecho confirmado.

Por no hablar de la tranquilidad y el anonimato con los que puedes pasear cerca de una obra o a la puerta de un estadio en los minutos previos al derby.

En cualquier caso, la dura misión de ser feo es mucho más sencilla para los hombres que para las mujeres.

Por ejemplo, cuando toca arreglarse para ir a una boda, el varón se afeita, se peina, se planta el traje con la corbata buena y los zapatos de vestir y lleva su carencia de atractivo (sentado de modo permanente en una esquina de la pista de baile) con la máxima dignidad.

Para las mujeres, la cosa es mucho más complicada:

Recordemos, de entrada, que desde el punto de vista netamente físico, hay tres niveles de fealdad femenina, a saber: fea, más fea que pegar a un padre y "eso no puede ser una mujer, es un cachondo disfrazado".

En los dos primeros niveles, echando mano del gusto y la mesura, se puede ir de boda con cierta dignidad. Pero, ¿qué hacemos con las terceras? ¿Nos rendimos a la evidencia y nos plantamos el traje de chaqueta, el zapato de mínimo tacón, el pelo recogido y con un poco de maquillaje testimonial? ¿O, por contra, nos arriesgamos con el vestido de fiesta, el taconazo y la sesión de maquillaje, peluquería y manicura francesa? De hacerlo, sabemos que muchos y muchas nos estarán esperando con la lengua recién afilada y una carcajada por la espalda en la recámara.

Difícil y cruel elección en esta sociedad que no le perdona a las mujeres el gravísimo pecado de ser feas, del que son inocentes, pero por el que cumplen condena.


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