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jueves, 27 de agosto de 2009

"Prestigitación" (Su Nombre es Mágico, Amigo).

Ni que me toque la lotería ni ser estrella del deporte (ni tan siquiera una plaza de notario en capital de provincia), yo lo que de verdad quiero es ser prestigioso.

Eso sí que te soluciona la vida, dado que "prestigio" es cuando tu nombre vale dinero, e, incluso, una pasta importante.

En efecto, amigo, si usted -por ejemplo- saca un periódico, ya puede ofrecer las noticias más frescas y veraces impecablemente redactadas, que si no tiene "firmas de prestigio" se come toda la tirada en su tinta. En cambio, pague a un prestigioso de la vida para que le escriba su parrafito diario y su rotativo seguirá rotando.

Lo que nos lleva al espinoso quid de la cuestión: ¿cómo diablos me hago yo prestigioso?

¡Ojalá bastase con ser bueno! De hecho, esto no es requisito indispensable.

Porque, con triste frecuencia, el prestigio no se gana, sino que se compra.

Gratifique espléndido a críticos para que afirmen rotundos que lo suyo es muy bueno (y a ver quién tiene arrestos para decir lo contrario), sea detallista con los que le envían gente de su parte (ya sabe, "debe ser buenísimo, porque me lo recomendó fulanito"), y -¡cómo no!- aparezca mucho en los medios (si es posible, sin pagar) y aprovéchese de la convicción popular de que lo que sale (y los que salen) por la tele son buenos por narices...

Esta es mi experiencia, la de alguien que -en ocasiones- se sintió estafado por individuos y empresas de prestigio (no, no me hagan dar nombres) y, que, en cambio, saboreó las dulces mieles de la satisfacción a manos anónimas.

El, en tiempos, pretigioso doctor Rosado.

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