La saga de los Playero llevaba surtiendo a Gracia del Río desde tiempos inmemoriales. Desde un clavo a un moderno televisor. "Si Playero no lo tiene, no existe", eso decían en el pueblo.
En realidad, el nombre de la tienda -"Almacenes Playero"- era un tanto exagerado. El negocio apenas tenía un escaparate donde se exhibían -como cebos para caprichosos- las últimas novedades, unas cuantas estanterías y expositores con los productos más demandados, un mostrador y una puerta que daba acceso a la trastienda. A la misteriosa trastienda.
De ella, como de la chistera de un mago, el propietario del negocio (o su esposa Toñi, a modo de solícita ayudante) extraía el producto demandado por el cliente.
Como en cualquier show de ilusionismo, todo el mundo quería saber cuál era el secreto, dónde estaba el truco que permitía meter un universo comercial en una habitación. Pero Playero, como cualquier buen mago, se limitaba a levantar un manto de sonrisas y vaguedades, sin desvelar jamás ni un gramo de la verdad.
Sí, los Playero eran una familia de magos, que, en vez de una baraja, te presentaban un almacén.
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