La Princesita, mecida por el tracatrá del tren, miraba al infinito con la mente perdida. El momento de marchar al exilio, no por esperado e inevitable, estaba resultando menos duro. Además, no pensaba que iba a llegar tan pronto.
Volvió los ojos al interior del vagón. Allí estaban los reyes, su hada madrina, el malvado ogro, dos dragones y hasta un príncipe azul. Todos, con el mismo gesto confundido y triste de una ensalada sin aliñar.
Así es la vida de los personajes de los cuentos de hadas. Monarcas absolutos del corazón de los niños y las niñas hasta que los echan, porque hay que dejar espacio libre para los novietes, las primeras juergas y toda ese alocado lote llamado República de la Adolescencia.
Pero, de modo también inevitable, la Adolescencia -con su caos y sus contradicciones insostenibles- acaba desencadenando en una Guerra Civil personal. Guerra en la que siempre acaba ganando el severo General Madurez. Con él, llegará la Dictadura. La de recoger a Manolito de judo, los horarios laborales, la hipoteca y el no ser menos que el vecino del quinto.
Por fortuna, la Dictadura de la vida siempre termina. Y, al fin, al corazón de la persona llega la Libertad. Porque los hijos ya se fueron, porque se terminó de pagar la casa, porque (¡qué gran dicha!) uno se siente exento de tantas y tantas ataduras y gilipolleces. Sí, la Democracia siempre acaba triunfando en los corazones.
Lástima que tarde tanto.
(A Mónica y Beni, que tienen una hija en pleno 1931).
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