Si le hubiesen dado a elegir, Javier Cañizo habría sido policía. Pero la vida rara vez te da a elegir. Así que tuvo que conformarse con custodiar los secretos administrativos de una escuela.
Cañizo es un tipo gris. Por eso, sin duda, la academia de policía no lo quiso. Bueno, por eso y porque jamás pudo con las pruebas físicas. Cañizo fue un patito gordo que se convirtió en un cisne gordito. Pasó un par de años en un gimnasio, pero apenas consiguió adelgazar algunos kilos. A la segunda vez que lo tiraron en la oposición, decidió dejar de soñar y buscarse un trabajo serio.
Las mañanas de climatología extrema, en la hora del recreo de los mayores, Cañizo sale al patio y recorre pausado campos y servicios con el gesto torcido y las manos cruzadas detrás de la espalda. Los días de lluvia, se enfunda en una absurda gabardina; los de sol, se pone unas gafas de espejo.
Algunos niños (con Valdabí a la cabeza) se ríen de él. Lo sabe y le da igual. Llega una edad en que uno decide saldar cuentas con los sueños abandonados, y Cañizo, de corazón, sabe que el nació para patrullar las calles bajo la lluvia más implacable o la solanera más cruel. Como en aquellas películas de niñez que tanto deseó protagonizar.
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