Uno tiene cierta experiencia hablando en público y siendo público al que le hablan. Y, de tanta experiencia cierta, nace una pregunta fundamental: ¿para qué diablos se toman notas?
Por muy interesante que la charla sea, ¿realmente se hace algo con las anotaciones? Se las almacena en un cajón o carpeta en espera de la fatídica frase: "Eso es lo del tío ese que nos vino a hablar. Se puede tirar".
Pero no se sienta mal, que no es culpa suya. Es (¡cómo no!) un trauma escolar, causado porque, hasta los 20 años, cada vez que te cuentan algo en grupo, es con la aviesa intención de preguntártelo para nota (así que, mejor tener copia).
Además, el trauma tiene una segunda parte: puesto que el niño aplicado es el que más apuntes toma, parece como sí una pasara del conferenciante a menos que esté bailando el boli Bic de un modo frenético.
Tercero, y para rematar la faena, el papel y lápiz nos da la siempre tentadora oportunidad de estar a nuestro rollo: dándole al garabato o haciendo la lista de la compra, y así poder sobrellevar el inmenso e insufrible pestiño sin crema que constituyen el 90% de las charlas que a uno le encajan.
Porque, por duro que sea admitirlo, paralela a la industria del entretenimiento, exista la muy lucrativa industria del aburrimiento, mina de oro de pedantes con bibliografía a los que nadie tiene el valor de soltarles a la cara que son unos plastas de cuidado (es lo que tiene ser "prestigioso").
En lo que a mí respecta, si alguna vez se cruzan nuestros caminos en una conferencia, le ruego que deje el bolígrafo en la mesa y me preste un poco de atención, que luego se la devuelvo (puede que hasta con intereses).
Y, si le aburro, bostece a gusto. Que bien merecido me lo tengo.
Lo mismo es aplicable a las montañas de fotocopias que nos encasquetan. Carne de "hoja en sucio por detrás".
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