Los hay que cierran, y con orgullo, tascas y bares. Javi Ramírez cerraba a diario el patio de aquel colegio. Jugaba todos los partidos jugables, y, cuando el cemento con rayas se quedaba desierto de pelotas y chillidos, se dedicaba a regatear centrales inexistentes o a disputar reñidos combates baloncestísticos contra sí mismo (según el balón que tuviera), con la sola compañía del hermano Valerio, eterno centinela del patio.
Al final (a veces, muy al final), siempre aparecía alguien en un coche caro para llevárselo a aquella remota urbanización donde no llegaban los autobuses.
Don José Luis Ramírez y doña Elisa Petrabal vivían por encima de sus posibilidades. Apenas podían permitirse esa casa adosada, esos coches con estrella y un hijo feliz. Letras de dinero y cariño que pagaban tarde y mal.
Javi Ramírez tenía las zapatillas más caras del mercado. Todas. Y había estado en Nueva York (tres veces). Sus padres lo llamaba "compensación".
Los señores de Ramírez se veían poco. Lo justo para discutir sobre quién trabajaba más y estaba más ocupado. Lo justo para decidir cuál tenía derecho a sentirse menos culpable.
Javi Ramírez los escuchaba a través de la pared. Era una sensación agridulce. Le daba pena que sus papás se liaran a voces. Pero también sabía que las broncas eran presagio de "compensación". Y eso molaba.
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