Manolo era un sapo (que son las ranas, pero en paticorto, gordo y rugoso). Y nada más. No era un príncipe encantado, ni tan siquiera un capitán de coraceros levemente hechizado.
Manolo era un anfibio honrado, al contrario que todos sus amiguetes -sapos tan comunes como él-, que se dedicaban a ir contando un montón de mentiras para ligarse a princesas incautas.
Manolo, en cambio, cada vez que se la acercaba un bella princesita con todo de oro (desde los cabellos hasta el corazón), se apresuraba a decirle: "Alteza, no se vaya usted a confundir o a hacer vanas ilusiones. Que yo soy sólo el sapo Manolo, no ningún príncipe vilmente castigado en espera del liberador beso de amor".
Si esto hubiera sido un cuento de hadas que termina bien, seguramente alguna princesa habría resultado ser, en realidad, una preciosa sapita, que habría dado un beso de amor a Manolo para volver a su estado natural; se habrían casado; sido felices y comido moscas.
Pero esto es un cuento de hadas que termina regular y, como tal, lo único que le pasó a Manolo es que nunca le pasó nada. Dormía con la conciencia muy tranquila, eso sí. Es lo que tiene ser honrado.
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