Ahora los futbolistas están todos bien bebidos de leche y mejor comidos de carne, pescado, frutas y verdura. Además, tienen muchas horas de gimnasio a sus espaldas, a sus bíceps y a sus abdominales. Vamos, que están como toros. Más potencia que una central nuclear con energía hidráulica.
Hace años, la cosa era un pelín diferente. Todos los equipos tenían al menos un jugador que mentía descaradamente al afirmar que llegaba al 1,65 de altura. Ni era potente ni esgrimía un gran sprint. Para ser sinceros, tenía pinta de todo menos de deportista. Pero, por alguna mágica ley del fútbol, se pasaba toda la tarde amargando la existencia a la perpleja defensa contraria, que lo colmaba de patadas en ausencia de mejor argumento para frenar sus avances.
No hacía regates de diseño, ni vistosas fintas para la galería. Era directo. Cabeza agachada, balón pegado al pie y pa'lante.
Productos de calle, posguerra y hambre que suplían con derroche de habilidad y picardía las carencias de su físico. Estandartes de un tipo de fútbol seguramente pasado de moda pero que, para mí, nunca perderá su encanto.
El legendario gol del escocés Archie Gemmil a Holanda hace 30 añazos (Mundial del 78), como gráfico ejemplo de lo todo lo expuesto. Simplemente inefable.
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