No estuve ni en Vietnam ni en el Golfo, pero llevo 20 años comiendo en cafeterías de universidades o comedores escolares, así que soy prácticamente un veterano de guerra.
Recuerdo con absurda nostalgia ese hacer cola al son de los berridos, hasta llegar al circuito que recorrer bandeja en mano (donde siempre se te colaba un profesor).
Primeros servidos por un tipo lúgubre y bigotudo que se había dejado crecer la uña del meñique, segundos de la mano del pseudo-esclavizado responsable de mantenimiento y el postre a cargo de una señorita permanentemente embarazada con gesto de mártir aburrida. Sin olvidar los "entremeses": un diminuto plato con una rodaja de queso o mortadela -según tocara- y patatas rancias o gusanitos al chicle. Al fondo, se adivinaban las siluetas desafiantes de los macabros cocineros que, a cara descubierta, habían cocinado todo aquello. Supongo que no debe ser agradable que la gente mire con asco el trabajo de uno.
Las hileras de mesas (al fondo la de los profesores, que tenía postre especial y vino), el murmullo a voces, las caras de resignación tras cada bocado, los intentos de robo los pocos días que tocaba postre especial. Y, de sopetón, esos tan ansiados golpes de espumadera que anunciaban que todo el mundo estaba servido y se podía repetir. Carreras frenéticas de los más osados y glotones para hacerse con algún huevo frito o filete extra.
Come rápido, que se acerca la fila de salir. Había que marcharse en orden. Entregar tu bandeja para que volcaran los platos en un colosal cubo de basura. Y corriendo al patio, al baloncesto, a la libertad (contando con que al cura de turno no le diera por hacerte subir al aula de estudio).
Así eran, son y serán los comedores escolares. Con sus inevitable tradición mitológica conservada por vía oral desde tiempos inmemoriales, incluyendo clásicos como la cabeza de cucaracha en la ensalada, las piedras en la sopa de cocido o la intoxicación general cortesía de una salsa en mal estado. Entornos de menú incierto donde lo único seguro es que caen barritas de merluza una vez por semana.
Raro, ya digo, pero hay días que me comería unos macarrones de aquellos (los macarrones no estaban tan malos) en compañía de esos chicos a los que, por inercia de vida, hace años perdí la pista.
Este era el lugar de los hechos. No ha cambiado mucho desde los ya lejanos primeros años 90.
"Música a cuento de..." sobremesas escolares de estudio con su pizca de sopor, muchos nervios los días de examen de Mates y aquel aire que tan irrespirable se me hacia. "The Wall" de Pink Floyd.
1 comentario:
dani es muy buena la entrada por cierto todavia en el yermo se cuelan profes sino que se lo pregunten a santi el profe de tecnologia. y los profes algunas veces teneis comida mas rica.
si es que ya se sabe cuando seas profesor ya te tocara el buen comedor.
saludos
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