Por aquello de que me chiflan los aviones, me preguntan a menudo por qué no intenté meterme en el Ejército del Aire. La primera razón es que tengo 10 ó 15 problemas físicos de todo tipo (especialmente, vista) que me dejaban más que descartado. Pero, cuestiones médicas aparte, creo la sangre que me corre por las venas va latiendo demasiado deprisa como para poder ir metida en la cabina de un avión.
Observe el siguiente vídeo. El teniente británico Edward Morris y su instructor, el capitán canadiense John Hutt, están en pleno vuelo de entrenamiento. De repente, un pájaro se pega un picazo contra el motor del avión y lo inutiliza. Los tripulantes, con una pasmosa tranquilidad, dan cuenta del incidente, y comienzan a desviar al avión hacía una zona despoblada (por eso va torcido tanto rato) al tiempo que intentan volver a poner en marcha el reactor. Finalmente, el instructor decide que no hay nada que hacer y ordena saltar en paracaídas (se le escucha: "iyet-iyet-iyet") segundos antes de que el avión se estrelle. Ambos salvaron la vida.
A mí, en esta situación, me había dado un ataque de pánico antológico, acompañado de fuerte aparato de griterío. Los aviones son divertidos para verlos o para jugar a los simuladores. Pero, para llevar los de verdad hace falta gente de una pasta especial que, sencillamente, la mayoría no tenemos. (Aunque los pilotos nieguen este particular con una sonrisa de modestia).
Por cierto, ya sé que se escribe: "eject", pero no todo el mundo sabe tanto inglés como usted ;-)
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