Lo mejor de estar soltero es que no has tenido que protagonizar un reportaje de boda, sometido al despotismo videográfico del tipo de la vídeo-cámara profesional.
Primero llega a tu casa y te saca toda suerte de absurdos planos: haciéndote el nudo de la corbata, mirando por una ventana nervioso y gilipollas o charlando distendidamente con el tío-abuelo Matías en el sofá del salón.
El calvario continúa durante la ceremonia: haciéndote un marcaje que ni un central de pueblo, achicharrándote la nuca con el maldito foco mientras balbulees la carta de San Pablo o dejándote ciego mientras intentas decir que sí, que quieres.
Y luego, el convite. Tú llegada triunfal, cómo te quemas con el puñetero consomé o cómo cortas la tarta a espada. Todo aderezado con minutos y minutos de imágenes de todas y cada una de las mesas. La de los primos lejanos esos tan finos que tienes, que hacen como si el cámara no estuviera (aunque no paran de mirar de reojo) y simulan estar teniendo una sofisticada conversación; la del cachondo de tu flamante cuñado puro en mano, haciendo a voces un comentario de muy dudoso gusto sobre la inminente noche de bodas.
Apoteosis y fin de fiesta: el baile. Ese vals que llevas meses ensayando y que la presión ha borrado de tu mente por completo, y, en seguida, los diversos efectos de la barra libre y el folklore hispano.
Moraleja: repase el vídeo dentro de unos años, si se atreve. Verá muchas caras que dejó de ver para siempre (el pobre tío-abuelo Matías) y otras muchas que desearía no volver a ver en su vida (quizás, hay que asumirlo, una es la de la novia).
Al final, sacará la polvoriento cinta del aún más polvoriento vídeo y quizás decida que, después de todo, tampoco merece tanto la pena pasarla a DVD.
Momento clásico y clave: Tu "cuñaó" posa con la ineludible tuna.
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