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domingo, 11 de noviembre de 2007

Todo el mundo es inocente hasta que la vida le demuestra lo contrario.

Inocente. Por definición, el que no ha cometido un delito o falta. En la práctica, un gilipollas. La de veces que me he llevado una bronca más o menos amistosa del tipo: "¡Qué inocente eres!". Curioso un mundo en el que la falta de culpa puede ser mala.

La inocencia parece ser el gran lujo que sólo los niños se pueden permitir. Lujo del que muchos parecen no ser conscientes, a la vista de la prisa que tienen por realizar el mágico ritual de perderla, como un trámite más para eso de "hacerse mayor". Así, aprenden, cada vez antes, que con frecuencia la mentira le gana a la verdad, que la lealtad es una fruta de temporada o que la escalera de los deseos tiene cuellos ajenos por peldaños.

Luego, ya adultos, cuando contemplan a un renacuajo con los ojos como las largas de un Audi porque le han comprado un Kinder Sorpresa, envidian esa sensación inigualable de ser inocente y se preguntan, no sin cierta nostalgia, por qué no disfrutaron más de la suya.

Por mi parte, yo todavía guardo un pedacito en un cajón de mi cuarto, junto con el borrador de la carta que, como cada año, le voy a mandar los Reyes Magos.


Los viejos, después de haber visto y vivido de todo, deciden volver a ser inocentes.

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