
Observen este rostro. "¡Qué pinta de asesino criminal!", dirán ustedes. No les falta razón. Es un asesino, o lo era, o presuntamente lo era.
El sujeto en cuestión es el Dr. Crippen, uno de los personajes más celebres de la crónica negra inglesa. De hecho, hasta se hizo un sitio en la codiciada (si uno es psicópata sediento de sangre y fama) cámara de los horrores del museo de cera de Londres.
Dicen las crónicas que mató a su mujer, enterró el cuerpo en la cocina de la casa y emprendió la fuga con su amante destino a Canadá. Para su infortunio, el capitán del barco donde huían sospechó de ellos y usando el telégrafo sin hilos (toda una novedad en aquel momento) avisó a la policía desde alta mar. Le pillaron, juzgaron -dando prensa y opinión pública por hecho que era culpable- y ahorcaron, pese a que él mantuvo hasta el final su inocencia.
Pues es que resulta ahora que él no mató a su mujer, o eso afirma una investigación americana de esas modernas que hacen en estos tiempos. Que es que el cuerpo que encontraron en la cocina no era el de su mujer.
Por el Dr. Crippen ya bien poco se puede hacer, pero al menos que su historia nos sirva para no lanzarnos a sacar conclusiones precipitadas en casos de (presunto) asesinato. Alguien debe ser declarado culpable tras un juicio en condiciones, no porque la prensa lusa (que es portugués en fino) así lo decide. Ya sé que a ese monstruo morboso que esta sociedad lleva acoplado en sus entrañas le molaría que los McCann hubieran matado a Maddie, pero no podemos dejar que ese bicho infecto se apodere de todos nosotros.
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