Todo nace en los polvorientos parques de los barrios populosos y populares, con un balón de plástico que promociona refrescos y cuatro abrigos jugando a ser porterías. De allí la prueba con el equipo, las camisetas todas iguales, los postes de verdad y la excitación y el miedo de jugar con árbitro. Luego la tierra se vuelve césped y los familiares y amigos se vuelven 5.000 espectadores, 20, 100. Es entonces que los autógrafos se cuelan sin llamar en la vida del futbolista. Es entonces que uno vende su alma al diablo disfrazado de ejecutivo de la Nike.
Ya no se juega por divertirse, ni siquiera para ganar. Se juega para satisfacer la necesidad creada de seguir siendo solicitado por la masa de críos con bolígrafos por espadas y papeles como escudos. Uno es una estrella y a las estrellas lo único que no se les perdona es que no brillen. Da igual que el equipo haya perdido, siempre y cuando uno gane su batalla personal contra la mediocridad.
Por eso me gusta pasear por los parque polvorientos en las tardes de verano, y contemplar a los jóvenes promesas descamisadas bocetando los momentos de gloria que se repetirán una y mil veces en los programas deportivos del futuro. Me gusta verlos ahora que son libres, salvajes como las fieras en la jungla, antes de que la publicidad venga y los dome, antes de que tengan que firmar autógrafos.
(¿Cuánto le sacará al Marca por este tipo de mamarrachadas cursis y pedantes?)
En fin, para que Jorge vea que hay buen rollito, este es su histórico gol a Inglaterra en el Mundial del 86. Sí, el famoso gol de Maradona es, en realidad, de Valdano.
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