Nadie había visto nunca llorar al Tigre. Los tenía demasiado grandes y demasiado bien puestos para eso. Era una leyenda entre los compañeros. Decían que tan sólo con la mirada era capaz de helarle la sangre a cualquiera, por eso le gustaba trabajar totalmente cubierto, dejando tan sólo eso ojos de acero a la vista.
Sin duda, el imbécil embozado que le insultó gravemente al tiempo que lanzaba una piedra que se estrelló contra el casco no sabía lo que hacía.
Había atacado al Tigre y el Tigre, legitimamente, tenía que defenderse.
Sin duda, el imbécil lo fue más todavía cuando se revolvió como una fiera y logró darle una buena patada en toda la rodilla a su adversario.
El Tigre tenia que seguir defendiéndose legítimante. Legítimamente.
El imbécil era bravo, pero el Tigre tenía una porra y estaba realmente furioso.
¡Zass, zass, zass, zass!
-¡No le des más, Tigre! ¿No ves que no se mueve?
-¡No me toques lo cojones! ¿No has visto la piedra que me ha tirado este hijo de la gran puta?
-¡Tigre, coño, que no se mueve! ¡Hay que llamar a una ambulancia!
-¡Pero primero quítale el pasamontañas a ese hijo de puta, que le quiero ver la carita de maricón malparido que tiene!
* * *
-Yo, yo había notado que estaba más rebelde últimamente, que se metía mucho con mi trabajo pero, ¿cómo me iba a imaginar yo? ¡Las compañías, las putas compañías de la puta universidad de los cojones!
El doctor Cajal se limitaba a escuchar. El gran Tigre ahora estaba enjaulado, no tanto para proteger a la sociedad como para protegerle a él: de los políticos carroñeros que querían sacar rédito de su tragedia, de la prensa morbosa y cruel y, sobre todo, para protegerle de sí mismo. Ya en el mismo instante en que se había levantado aquel pasamontañas, él había intentando volarse la tapa de los sesos.
El imbécil era, efectivamente, bravo, feroz como lo que era: un cachorro de tigre, el Cachorro del Tigre, el único que tenía.
Nadie había visto nunca llorar al Tigre, pero ahora el doctor Cajal lo hacía en triple sesión semanal de una hora.
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