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miércoles, 3 de agosto de 2011

El Censor.

Los de las películas, esos si que se lo pasaban bien. En cambio, él...Leyendo libro tras libro, página tras página de prosa insufriblemente mediocre. Siempre en busca de lo inaceptable, de lo escandaloso, de lo blasfemo, de lo inconveniente...Pero rara vez lo encontraba.

Tomó el siguiente original en espera a aprobación: "Las Aventuras de Manolito y sus Amiguitos" por Paquita Méndez-Gaila Martín. ¿De verdad alguien en su sano juicio podía pensar que ese libro iba a contener algo inapropiado? ¿Realmente hacía falto leerlo? La respuesta era sí. Órdenes estrictas de los más alto, aquí no se publica nada sin censura previa.

231 páginas después, Manolito y sus Amiguitos estaban sanos y salvos en casa, después de haber vivido mil y una peripecias (blancas y totalmente inocentes) en una África de opereta y cartón piedra (con tigres incluidos) y él estaba harto.

Pero no podía parar, siguiente.

"Poemario de Tierra, Sangre y Fuego" por Alberto Díaz Pérez. ¡Cielo Santo, poesía! ¡Ripios a la amada, metáforas pretenciosas, peloteo a los poderosos! No quedaban poetas peligrosos y contestatarios, esos estaban todos fuera.

124 páginas después, apenas quedaban páginas en el original sin uno o varios tachones. Posiblemente, aquello era lo más absolutamente inaceptable que había leído en todos su años como censor.

También lo mejor, de lejos, desde el punto de vista literario. Aquel muchacho escribía pero que muy bien, lástima haber nacido donde había nacido, y que le hubiera dado por hablar sobre ciertos temas (aunque, por otro lado, era en ellos donde de verdad se podía dar rienda suelta al ejercicio del talento literario).

-Señorita, telefonee a la editorial Nuevas Voces y dígales que el texto con referencia....55-23123, es del todo inaceptable y se prohibe íntegramante su publicación.

-Muy bien.

-También dígales que, debido a la sarta de insultos, calumnias, cochinadas y blasfemias que contenía, hemos destruido el original.

-Muy bien.

-Gracias, señorita.

El censor guardó el taco de folios en su armarito privado, ese del que sólo él tenía llave. Por fortuna, los tachones a lapiz rojo habían salido con relativa facilidad.

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