Bill siempre había sido tímido y brillante. Debía ser por eso que acabó de escritor.
También era valiente y enemigo de la injusticia. Debía ser por eso que lo capturaron y mantuvieron retenido en un nido de ratas durante 193 días.
Él había preferido perder la cuenta, pero, después de su liberación a punta de comando, se lo estaban recordando a todas horas.
Homenajes, homenajes y más homenajes. Flashes, abrazos y sonrisas. Todos de caras más o menos conocidas de desconocimos. Ahora, por fin, estaba en casa. Solo. Por fin le habían dejado en paz. Era el momento de retomar su vida allá donde la dejó aquella mañana para ir a comprar el pan.
Quizás debería ir a un psicólogo. Quizás ya debería haber ido antes de que lo secuestraran. Sonrió.
(¡¡¡Ding, Ding!!!)
La puerta, ¿quién podía ser? Otro de esos pesados de la prensa. Le estaba bien empleado por haber renunciado a lo del nuevo domicilio o, al menos, a tener un policía en la puerta.
(¡¡¡Diiing, Diiing!!!)
-¡Va, va!...¿Quién es?
-Soy yo.
Bill se quedo helado un seco. Era una voz tatuada a la que no podía poner ni cara ni nombre. Despacio, abrió la puerta.
Era un crío, por mucho que llevara barba.
-¿Qué haces aquí?
-Me están buscando...No tengo donde ir.
El cerebro de Bill se quedó bloqueado, como un ordenador viejo. Por fin, acertó a hacer una pregunta obvia.
-Pero...Los tuyos, yo pensaba que en estos casos tenéis quién os ayude.
-Sí, pero el cerco es muy cerrado...Si salgo a la calle y doy dos pasos, me trincan.
-Anda, pasa.
2
Bill apagó la tele y rellenó la jarra de cerveza de su acompañante.
-¿Cómo se siente uno siendo el hombre más buscado del país?
-Psst, ya ves.
-Oye, ¿de qué te pusieron ese apodo tan feo?
-Ja, ja, ja...Sí, la verdad es que es horrible...No sé, me pareció muy de macho en su momento.
Bill se unió a la carcajada y apuró su bebida.
-¿Cuánto más te vas a quedar?
-No sé...Hasta que se enfríen las cosas y pueda escapar.
-¿Has contactado con tu gente?
-Sabes que no.
-Estarán preocupados.
-No, ellos saben que me sé cuidar.
Nueva carcajada.
-¡Si la policía supiera que estoy escondido aquí!
-Sí, tiene gracia.
-¿Por qué lo haces?
-¿Por qué viniste?
-Una corazonada. Por lo que te traté cuando te teníamos encerrado, me pareciste un buen tío.
-Por esa misma razón te escondo. Fuiste mi carcelero, un carcelero que me trató con humanidad, menos esa manía de vendarme los ojos, aunque sé que no era capricho tuyo. Ahora yo soy el tuyo, y te devuelvo la misma hospitalidad que me ofreciste. Un día, vendrá tu gente a buscarte, como la mía fue a rescatarme a mí.
3
Por fortuna, Bill no recibía muchas visitas en casa. Cuando así era, tenía que esconderse en una habitación camuflada, que poseía prácticamente el mismo tamaño de aquella en la que había mantenido recluido a Bill, hacía ya muchos años.
¿Por qué seguía ahí? ¿Por qué no se iba? ¿Por qué toleraba el dolor que, sin duda, estaba sufriendo una familia que lo daba por muerto? ¡Ahogado en el mar al saltar de un barco en el que trataba de huir como polizón! ¿De dónde se habrían sacado una teoría tan absurda?
Bill corrió el oportuno armario y asomó la gaita con una sonrisa.
-Ya se han ido.
La felicidad siempre se presenta inesperada, sorprendente y absurda (recuérdelo si la busca), y aquellos dos hombres la habían encontrado el uno en el otro. No había ni una gota de sexo, ni tan siquiera amor del convencional, sólo una extraña necesidad mutua, una perversión donde los papeles de secuestrado y secuestrador se habían fundido y difuminado.
El Colmo del Síndrome de Estocolmo.

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