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domingo, 24 de septiembre de 2017

El Segurata que Amaba a los Pitufos (2).

Su casa era todo lo grande que  un tipo de su profesión se podía permitir. En otras palabras, era diminuta. "Una casita de pitufos", se decía a sí mismo bromeando.

Por fortuna, vivía solo. Una vez se compró un gato -al que previsiblemente apodó Azrael-, pero, como su tocayo de lápiz y tinta, no paraba de martirizar a los pobres pitufos, en este caso encarnados en figuras de plástico y cerámica. Al mes y medio de convivencia, cuando diezmó parte de una costosa colección, se lo regaló a la niña de una vecina. Ninguno de los dos echó de menos al otro.

Por fortuna, el desaguisado con la firma del minino se había podido remediar, aunque a costa de mucho tiempo y bastante dinero. Precisamente ese día le había llegado por correo -certificado, mejor no correr riesgos con las cosas serias aunque cueste un poco más de dinero- el último recambio de tan preciada colección.

Lo situó en su lugar y se alejó unos pasos para cerciorarse de que todo estaba en su sitio. Torció el morro, concentrado, mientras se iba y venía haciendo pequeños ajustes hasta que todo quedó a su plena satisfacción.

Ningún extraño había pisado jamás su hogar. La poca vida social que tenía la mantenía bien alejada de su santuario pitufil. Le daba apuro, vergüenza mejor dicho, que alguien supiera que esos pequeños bichos azules eran una parte importante de su vida.

Cerró con cuidado el álbum 17 de la serie de extras de los 80 -uno de sus favoritos- y lo devolvió con incluso más mimo a la estantería. ¿Cuántas veces lo habría leído? Ni idea, pero seguro que menos de las que todavía lo habría de leer.

Era hora de bajar de la nube e irse al trabajo. Se enfundó en su uniforme casi militar y se fue a patrullar los pasillos del estadio local. Era partido de alto riesgo, y para esos los jefes siempre asignaban a los tipos más duros, como él.

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