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viernes, 28 de julio de 2017

La Receta del Diablo (4).

En otro tiempo y en otro lugar, Hanz Holz habría resultado un buen vendedor de seguros: bien parecido, mejor inteligente y superior simpático. Si me apuran, casi hasta habría sido un secundario de cine bastante potable.

Pero, claro está, la guerra se cruzó en su camino y no le quedó otra que ingresar en el ejército. Por sus buenas cualidades -y por las urgencias de ir perdiendo- los mandos lo habían ascendido a teniente con toda celeridad y lo facturaron al frente.

Allí, Hanz Holz perdió la belleza, la inteligencia y la simpatía. En otras palabras: se quedó sin humanidad. Su subida en el escalafón transcurrió paralela a su descenso a los infiernos. Cuando ordenó su primera ejecución de unos guerrilleros -ya de capitán- aquella noche le costó un poco conciliar el sueño, pero para cuando le nombraron teniente coronel, a pocas semanas de la rendición, ya mandaba fusilar civiles como quien pide un café con leche.

Curiosamente, con el fin de la guerra, parecía que parte de las virtudes que le adornaban antes de la guerra había vuelto a Hanz. Durante el juicio se había mostrado moderadamente arrepentido de ciertos de sus actos (mas no de todos) y, aunque los primeros días se había mostrado esquivo y huraño con sus carceleros, ahora bromeaba con ellos y les agradecía con toda amabilidad cada pitillo que le ofrecían.

Su aspecto físico también había mejorado -irónicamente-. Había ganado peso gracias a que la comida de la cárcel era bastamte mejor que la de un ejército a punto de rendirse ("Me ceban como a los cerdos cuando los van a sacrificar", decía) y, a diario, se afeitaba y peinaba cuidadosamente sus rubios cabellos. Si hubiera sido un pez más gordo, no le habrían permitido el acceso a una cuchilla por miedo al suicidio, pero él era un criminal del montón, así que si se quitaba la vida, hasta casi les hacía un favor ahorrándoles las molestias de ahorcarle.

Si iba a ir al cadalso, lo haría presentable.

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