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martes, 14 de marzo de 2017

Scott, el Tejón de la Miel. (y 3)

Scott se murió un sábado por la tarde sin avisar, como se mueren muchos bichos. Tardaron unas horas en percatarse, como cabía esperar.

Al principio, creyeron que estaba dormido pero, claro, un bicho no se duerme patas arriba, por muy feo que sea. Luego pensaron que estaba enfermo, pero tampoco tenía mucha pinta de eso. Al final se percataron de que se estaba muriendo o lo estaba ya. Tampoco es que hubiera mucho drama, o ninguno. Unos golpecitos de pala sobre su cuerpo inerte certificaron su muerte de manera informal, hasta que el veterinario confirmó las sospechas.

Tocaba llamar al señor embajador para darle la luctuosa noticia, que, al fin y al cabo, el bicharraco había sido un regalo suyo. Pero eso que lo hiciera el señor director, que para eso ganaba más dinero y presumía tanto. El señor embajador no estaba -o igual no quiso interrumpir su partida de bridge para atender al director de un zoo-, así que el señor director dejó el recado. Le llegó al señor embajador, camuflado entre otros cien recados intranscendetes, así que él casi ni se enteró y, desde luego, ni se inmutó. De hecho, ni siquiera recordaba haber hecho un regalo al zoo.

Scott, el Tejón de la miel, terminó convertido en un puñado de cenizas. A los animales más queridos de aquel zoo se les indultaba de la pena de crematorio y se los disecaba, para pasar a la posteridad como miembros del museo taxidérmico del zoo. Con Scott, la posibilidad ni se consideró.

Si alguien se hubiera molestado en prestarle un poco de atención, se habrían dado cuenta de que, de joven, Scott había pasado horas y horas intentado hacer el pino, poniéndose en posición vertical con sus patas anteriores. Sin saber por qué, le hacía una cierta ilusión. Pero a fuerza de golpes, por fin aceptó que él nunca haría el pino y, que intentarlo sólo le traía el dolor innecesario de los golpes.

Esa fue la gran enseñanza que Scott le legó al mundo, aunque nadie lo supiera.

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