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sábado, 4 de febrero de 2017

Me llaman Llaverito (o La ceremonia de la hipocresía) (6).

Don Valeriano fue muy majo cuando eran el Valen. Ahora también simulaba ser simpático y agradable, pero era una mentira que ni el mismo se creía. La bondad se le escapó con el acento del sur, ese que fue perdiendo a marchas forzadas con premeditación y alevosía, empujado por los prejuicios sociales.

-¿Cómo va la vida, Llaverito?

-Ya ve, tirando, un poco como siempre, don Valeeriano.

-¡Que te veo hecho un tío, joder! ¡Cómo te cuidas, figura!

-Si usted lo dice.

Don Valeriano no ignoraba a Llaverito, le saludaba para despreciarle de la manera más educada del mundo.

Don Valeriano era jefe donde el Valen había sido mozo. El chaval era muy válido, nadie lo discute y a trabajador no le ganaba nadie. El Valen llegó a lo más alto por méritos propios, pero con el acento tambíen se le fue la memoría de lo que había sido y había deseado ser. Con el acento se le fue la humanidad, que es lo que diferencia a las personas de los animales con cerebro.

Don Julián le hizo una seña a don Valeriano. Este asintió del modo más discreto.

-Cusha que te diga, Llaverito: vente conmigo, y vamos a toma'nos un pelotasito a gustito junto, ¡que te quie'o comentá una cosilla, mi arma!

Don Valerio sólo sacaba el acento andaluz a pasear cuando iba a dar malas noticias, fíjese usted qué tontería.

De sobra lo sabía Llaverito, y abrazó la copa ahogado de pavor.

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