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sábado, 28 de enero de 2017

Me llaman Llaverito (o La ceremonia de la hipocresía) (5).

"Mira, por ahí viene el Guaperas", anunció doña Ágata.

"¡Ménuda planta que tiene el tío!", añadió doña Emma.

"¡Me tiene loca!", remató doña Elisa.

Carcajada de las tres.

El Guaperas era el apodo local de don Juan Mazarrón.  Como usted habrá supuesto, era feo, mucho, aunque no en el sentido clásico de la fealdad. Más que un plato amargo, era un bocado insípido. Pero, a la postre, nadie se come ninguno de los dos.

Juan Mazarrón era de altura media y tirando a enclennque, pelo cano, mirada muda detrás de unas gafas de óptica de barrio y un permanente gesto de no entender este mundo. Su conversación era limitada y siempre hablaba tartamudeando un poco, como si pidiera perdón por abrir la boca.

-¡Juanito, ven pa'ca! ¡Qué elegante nos vienes hoy! -le saludó doña Ágata.

Juan Mazarrón sonrió con la timidez apurada del que no está acostumbrado a recibir halagos.  

-Vo...Vo...vosotras que me veis con buenos ojos.

-¿Nos traes unas cervezas?

-Cla...cla...claro. ¿De qué sabor?....Ah, ah, pe...perdon. ¡Qué tontería acabo de decir!

Juan Mazarrón se apresuró, con su andar torpe y atropellado, hacia la barra.

"¡Qué pena de hombre, por Dios!", dijo doña Ágata, muerta de guasa paternalista.
 
Llaverito, mudo testigo de toda la escena, miró al suelo sin reír. ¿Cuáles serían las crueles burlas de las que le harían objeto a sus espaldas? Es de esas cosas que uno prefiere no pensar en esta vida, por una simple cuestión de higiene mental.

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