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domingo, 22 de enero de 2017

Me llaman Llaverito (o La ceremonia de la hipocresía) (4).

"¡Vaya mujer guapa que tienes, Reyes!"

Francisco Reyes se limitó a sonreír y asentir, que es lo único que pueden hacer las personas como él. La resignación y la casi dignidad con que llevaba todo aquello era ciertamente admirables y producían hasta ternura.

El piropo venía de parte don Cosme, que era mucho don Cosme. Dueño de mucho, tirano de muchos, el hecho de que se hubiera encaprichado de la mujer de Reyes era una condena y una bendición a partes iguales.

Ella, de primeras, se había resistido, pero don Cosme sabía cómo seducir, con su planta de galán y su humor tan de su tierra. Y que Reyes era un aburrimiento de marido, las cosas como son. Muy bueno, pero muy soso.

Al principio habían disimulado, pero cada vez menos y ahora lo sabía todo el barrio. Pero, quizás por la ternura anteriormente mancionada, todo el mundo respetaba a Reyes y su silencioso calvario. Que, por mucho que las cosas le fueran mucho mejor en el trabajo gracias a la mano protectora de don Cosme, aquello no dejaba de ser lo que era.

"Está guapa la mujer de Reyes. ¿Verdad, amor mío?"

Doña Emma, la doña de don Cosme, asintió con una gran sonrisa. Para cualquier otra mujer aquello habría supuesto una tremenda humillación, pero doña Emma no era una cualquiera. Estaba acostumbrada a un marido tan chulo y tan cabrón, y, como no era la primera ni la segunda ni la última, la aventura de su esposo le daba igual. No le iba a dar la tremenda satisfacción de sentirse herida. Otra cualquiera se habría separado de él hacía tiempo, pero doña Emma no era una cualquiera. Sus gustos eran muy caros, y hacía falta la pasta y posición de don Cosme para saciarlos.

"¡Pero tan guapa como mi Emmita, ninguna en este mundo! ¡No la cambiaría por nadie!"

Cuando dijo esto, se rio hasta Llaverito.

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