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miércoles, 4 de enero de 2017

Me llaman Llaverito (o La ceremonia de la hipocresía) (1).

-¡Llaverito!

-¡Voy!

Bajito tirando a mucho y conserje. ¿Qué otro apodo le iban a poner? El ocurrente graciosillo había don Nuño García-Torreón (que en paz descanse por culpa de la mala vida que le había dado al cochino hígado durante tantos años). Llaverito había entrado a trabajar allí con la mayoría de edad recién estrenadada y ahora, tres décadas después, Llaverito seguía siendo para todos. Es lo que tiene de malo estar en lo más bajo de la clasista pirámide.

Se compuso el uniforme -ya algo necesitado de reemplazo- y recorrió el pasillo con ese paso torpe y atropellado con la que los que no saben correr se dan prisan. Comenzó a canturrear:

"Yo soy el de llave, me llaman Llaverito. Y aunque a veces me irrito, me tengo que aguantar".

Era su canción, que para eso él mismo se la había inventado.

-¿Cómo va todo, don Alfredo?

-Tirando, Llaverito, tirando.

Don Alfredo tenía, por lo menos, quince años menos que Llaverito, pero él era todo un señor registrador de la propiedad y Llaverito era un llaverito.

-¡No te olvides de que esta tarde tenemos la copa de don Julián!

-No, no se me olvida. A las 8 en punto, como todos los años.

-¡Allí nos veremos, Llaverito!

-Muy bien, don Alfredo.

Allí todo el mundo era don, menos Llaverito.

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