La última tarde antes de la última mañana dedicó un buen rato a
decidir qué les diría a aquellos chicos. Empezó redactando un
discursito cursi y sentido sobre lo mucho que los iba a echar de
menos, pero terminó encontrándose con una sarta de mentiras. No, el
Big Ben no iba a echar aquello de menos en absoluto, ni, por
descontado, ellos a él.
La pasta especial, él no estaba hecho de ella. La pasta de los que
ha diario se enfrentan -en inferioridad de treinta contra a uno- a la
ignorancia, a la desidia, al aburrimiento... La pasta de los que
responden a la incomprensión con indiferencia y a la crítica con
valor, la pasta de los que ya tienen un callo bien criado en el
corazón y en el alma. La pasta de los que siembran para recolectar
poco y demasiado tarde para ellos. La pasta de los que no tiene más
remedio que sabérselas casi todas por un mero instinto de
supervivencia. Estaba claro, él no era así.
“Bueno chicos, sabéis que ya mañana no vengo. Que tengáis mucha
suerte y hasta siempre”. Iba a decir aquello de “ha sido un
placer”, pero, ¿para qué mentir? En cualquier caso, tampoco le
habían prestado mucha atención. En cuanto sonaba el timbre, el
mundo más allá del pasillo dejaba de existir.
Algunos alumnos, no muchos, se acercaron a su mesa mientras recogía
sus cosas. Le dedicaban apenas uno o dos palabras de despedida, pero
algo era algo. Eva no fue casi una excepción.
“Bueno, pues que te vaya muy bien. Mucha suerte, que te echaré de
menos”. Eva, tan sincera como de costumbre, habló por sí misma,
no por la clase. Pero, repito, Eva era sincera: le iba a extrañar. A
ratos y puede que no más allá de un par de semanas, pero le echaría
de menos.
El Big Ben salió por última vez por la puerta de aquella clase
derramando una lágrima -sólo una-, la única que se habían ganado.
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