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jueves, 1 de septiembre de 2016

Algo huele a podrido en (el estado de) mi cole (43).

Los documentales de animales ya eran otra cosa. Esos se ponían en las sobremesas, pero, aunque el padre siempre tenía la sana intención de compartir un rato de aprendizaje y cultura con su chaval -e incluso comentaba entusiasta todo lo que ocurría en la pantalla-, no pasaban más de diez o quince minutos antes de que los parpadeos se le volvieran pesados, a los veinte ya daba cabezadas como campanadas, y para el ecuador del reportaje, ya roncaba plácidamente. Eso de la cultura, aunque cueste admitirlo en público, era un auténtico aburrimiento. Eso de la cultura era un coñazo de envergadura, pero -claro- no lo podía decir en presencia de su hijo. Ya lo descubriría él solito. De hecho, ya lo había hecho. Llegado el momento del sopor, Ponce cambiaba el canal para ver si había alguna peli buena o un partido de algo. Si no había suerte, apagaba el televisor y a otra cosa mariposa.
El ritual de la derrota del saber a manos del sueño se iba a repetir una vez aquel jueves.
-¡Ay que ver cómo corren esos malditos bichos! -Ponce junior se limitó a emitir un gemido de asentimiento-. ¡La cosa esa no tiene ni la más mínima posibilidad!
-Gacela, la cosa esa se llama gacela, papá.
-Pues eso. ¡Mira, ya la ha pillado!
-¡Corría muy poco para ser una gacela!
-Estaría mala o algo.
La monótona y engolada voz del narrador del reportaje confirmó la suposición de Ponce senior: “la pobre, enferma, no tuvo ninguna oportunidad de salvarse”.
-¡Qué cabrones, cómo sabían que había que ir a por ella!, ¿eh, papá?
-Sí, es una de las reglas de la naturaleza: localiza al más débil, al que no se puede defender, y atácale sin piedad. Así somos los animales: o cazadores o presas. Matar o que te maten, hijo mío. ¡Así de putas son las cosas!
Esto ya lo dijo Ponce padre bostezando. Se ponía echar a dormir a gusto, la lección a su hijo ya estaba bien explicada.

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