Los documentales de animales ya eran otra cosa. Esos se ponían en
las sobremesas, pero, aunque el padre siempre tenía la sana
intención de compartir un rato de aprendizaje y cultura con su
chaval -e incluso comentaba entusiasta todo lo que ocurría en la
pantalla-, no pasaban más de diez o quince minutos antes de que los
parpadeos se le volvieran pesados, a los veinte ya daba cabezadas
como campanadas, y para el ecuador del reportaje, ya roncaba
plácidamente. Eso de la cultura, aunque cueste admitirlo en público,
era un auténtico aburrimiento. Eso de la cultura era un coñazo de
envergadura, pero -claro- no lo podía decir en presencia de su hijo.
Ya lo descubriría él solito. De hecho, ya lo había hecho. Llegado
el momento del sopor, Ponce cambiaba el canal para ver si había
alguna peli buena o un partido de algo. Si no había suerte, apagaba
el televisor y a otra cosa mariposa.
El ritual de la derrota del saber a manos del sueño se iba a repetir
una vez aquel jueves.
-¡Ay que ver cómo corren esos malditos bichos! -Ponce junior se
limitó a emitir un gemido de asentimiento-. ¡La cosa esa no tiene
ni la más mínima posibilidad!
-Gacela, la cosa esa se llama gacela, papá.
-Pues eso. ¡Mira, ya la ha pillado!
-¡Corría muy poco para ser una gacela!
-Estaría mala o algo.
La monótona y engolada voz del narrador del reportaje confirmó la
suposición de Ponce senior: “la pobre, enferma, no tuvo ninguna
oportunidad de salvarse”.
-¡Qué cabrones, cómo sabían que había que ir a por ella!, ¿eh,
papá?
-Sí, es una de las reglas de la naturaleza: localiza al más débil,
al que no se puede defender, y atácale sin piedad. Así somos los
animales: o cazadores o presas. Matar o que te maten, hijo mío. ¡Así
de putas son las cosas!
Esto ya lo dijo Ponce padre bostezando. Se ponía echar a dormir a
gusto, la lección a su hijo ya estaba bien explicada.
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