La llave de los cuartos de material era la Llave con mayúsculas de
aquel colegio, no porque diera acceso a tesoros especialmente
valiosos -material de limpieza e higiene, artículos de papelería,
herramientas y demás trastos viejos- sino porque el selecto grupo de
afortunados que poseía una copia la consideraba como un auténtico
símbolo de poder y una marca de estatus, sensación acrecentada por
el hecho de que ni siquiera el señor director -el Caimán- tuviera
una. No era que él jamás se hubiera preocupado por conseguirla.
(¿Para qué? Él era demasiado importante como para preocuparse de
si había o no papel higiénico en los lavabos). Pero seguramente le
habría resultado más complejo de lo que él pensaba el unirse al
selecto club de propietarios de llave de los almacenes.
La Fermi, por supuesto, tenía la suya. Desde tiempo inmemorial.
Faltaría más.Y Urbi también, por mucho que le doliera a la otra.
La había heredado de Rosi -su predecesora como archienemiga de la
Fermi-, que se le había cedido poco antes de jubilarse. Había sido
todo un traspasado de poderes y liderazgo en la lucha. Fermi había
protestado ante la dirección, pero sin mucho éxito. Parecía lógico
que las señoras de la limpieza tuvieran al menos un par de llaves de
su almacén de materiales y productos.
Serapio también tenía la suya, en calidad de encargado de
mantenimiento. Rey de la chapuza -incluyendo la reparación muy
creativa y poco duradera de aparatos de última generación- y
emperador del chanchullo, se había construido un armario para “sus
cosas”, con un candado del que él era el único que poseía llave.
Decían la malas lenguas que más de un objeto valioso supuestamente
sustraído había terminado en aquel armario como paso previo a
acabar en manos de terceros. La malas lenguas decían que a Serapio
le iban los juegos de naipes y azar en exceso.
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