4.El
reino del Caimán.
Oficialmente era el padre Tomás, pero, desde tiempo inmemoriales, el
alumnado en pleno le conocía como el Caimán. Nadie sabía por qué,
puesto que la verdadera razón se había perdido en la noche de los
cursos escolares. Había, no obstante, diversas teorías: unos decían
que era por su mirada -penetrante y asesina-, otros decían que era
por su costumbre de no mover un músculo mientras te escuchaba hablar
-como si fuera un caimán listo para atacar- y, por último, habían
quien relacionaba el mote con la piel de su rostro, la cual, decían
ellos, se asemejaba a las escamas de la piel de un reptil,
seguramente a causa de la edad (el Caimán ya tenía bien cumplidos
los cincuenta). El caso es que, fuera cual fuese la razón verdadera,
al director de aquel colegio se le conocía así.
El Caimán era dueño y señor de aquel ecosistema educativo aunque,
por seguir con la metáfora, salia relativamente poco a la
superficie. Pero cuando lo hacía, era para cazar. En efecto, ver
asomar los ojos de la bestia por el ventanuco de la puerta de la
clase era más que suficiente para que la más mínima y clandestina
conversación entre alumnos en mitad de una explicación se cortara
de raíz, como la orina cuando te dan un susto mientras se hace pis.
Ya lo decían los propios alumnos: “el Caimán jamás ha hablado
conmigo, ni ganas; el Caimán no sabe ni quién soy,
afortunadamente”. Unas palabras que la mayoría de los profesores
comprenderían, e incluso compartirían.
-Oye.
-Dime.
-Que han llamado de dirección, que dice el padre Tomás que bajes en
cuanto puedas.
En cuanto puedas, viniendo de labios del Caimán, significaba de
inmediato.
-¿Te ha dicho para qué?
-Ni idea.
Al Big Ben no se lo cortó el pis porque no estaba en ello. Pero como
si.
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