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lunes, 18 de mayo de 2015

El Niño de Austin.

Los señores de Hamilton -Chester W. y Peggy Mae- eran del mismo Austin (Tejas) y estaban en España de viaje de placer, o, mejor dicho, iniciando el dichoso recorrido por Europa que habían hecho ya todos sus vecinos. Ellos, claro está, no iban a ser menos que nadie.

En principio, el tour llevaba por Inglaterra, Francia, Italia y Alemania, pero, por aquello de ganarle la partida de la ostentación al resto del vecindario, ellos también iban a visitar España, aunque la señorita de la agencia de viajes se lo había desaconsejado, pues los Hamilton ya conocían Méjico y, en realidad, los dos sitios le parecía que eran lo mismo. (De hecho, los Hamilton estaban absolutamente convencidos de que España era una provincia de Méjico hasta que la señorita les había sacado de su error).

También les habían prevenido sobre la crudeza de las corridas de toros, pero, de nuevo, el ansia de aparentar pudo a la prudencia, y allí estaban los Hamilton, en contrabarrera, y sacando un montón de fotos que harían rabiar a los vecinos.

Bueno, en realidad, las fotos las estaba sacando el fornido Chester W., pues su esposa llevaba con el rostro cubierto por sus manos y dando voces desde el primer puyazo del tercio de varas.

-¡Me quiero ir, Chester W., me quiero ir de aquí! ¡No lo soporto!

-¡Tranquilízate, ya nos ha dicho el caballero de la puerta que hay que esperar a que maten al toro!

Más gritos, más histeria. Con el segundo par de banderillas -al quiebro- llegó una segunda tentativa de abandonar el coso, pero el portero era inflexible.

-¡De aquí no se sale hasta que no muera el toro!

La histeria de Peggy Mae se redobló y parecía que las palabras -buenas o malas- no iban a servir de nada con ese tipo. Había llegado, pues, el momento de hacer las cosas al más puro estilo tejano.

-Déjenos salir y no dé más problemas, caballero -dijo Chester W. al tiempo que extraía un imponente revolver de su chaqueta.

-Pero, oiga,...¡Policía, policía!

Dos enclenques guardia de gorra y bigote se dirigieron raudos al lugar, pero, al ver el calibre del pistolón, aminoraron el paso.

Mas todo aquel improvisado duelo al sol (sol y sombra, para ser fieles a la realidad) estaba pasando del todo desapercibido, pues en la arena, el joven diestro estaba acercándose al fuego del toro más de lo que la prudencia y su pericia parecían aconsejar.

Hasta que se quemó. Gritos angustiados de la señoras, murmullo preocupado de los señores. El morlaco se estaba cebando con el pobre chaval.

¡¡¡Pum, pum, pum!!!

Los graderíos se quedaron en silencio de un modo brusco y repentino, como si alguien les hubiera quitado el volumen con un mando a distancia. La angustia y la incertidumbre habían dado paso a la confusión y el espanto.

Junto a un burladero, yacían el toro -muerto, con dos ríos de sangre brotándole de sien y testuz-  y un banderillero -Antolín de Cortizo-, con toda la pierna ensangrentada. De inmediato, fue trasladado a la enfermería, donde hacía unos instantes que había llegado el diestro principal.

-¿Otro? -se sorprendió el enfermero de la puerta.

-¡Otro!

-¿Dónde llevas la cornada, chaval?

-En ningún sitio, esto ha sido un tiro.

-¿Un tiro?

-Herida de bala.

-¿De bala?

-¡Digo!

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