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jueves, 28 de mayo de 2015

El Boxeador.

Su aspecto y anatomía dejaban bien a las claras que su mejor momento -si es que lo había habido- hacía tiempo que había pasado. Y, no obstante, ahí estaba, en la esquina más oscura de aquel mugriento gimnasio, golpeando un saco como si le fuera la vida en ello. El saco, por su parte, apenas parecía darse cuenta.

-¿Es usted Juan Barracena?

-Servidor -contestó el púgil sin cesar de cosquillear al saco.

-Policía.

Aquí terminó la práctica. Barracena cesó de golpear y se le quedó cara de susto. Se secó el sudor de la frente con el guante, como para intentar disimular -sin éxito- el miedo.

-Usted dirá.

-Nos tienes que acompañar a la comisaria.

-¿Yo?, ¡pero si yo no he hecho nada!

-¡Desde luego, por matar a nadie no será! -terció otro de los boxeadores-. ¡"El Fardo" sólo ha combatido una vez y, si no llega a ser porque anduvimos rápidos con la toalla, el tío aquel le mata a guantazos -dijo con una gran carcajada.

Juan Barrecena, alias "El Fardo" se limitó a encogerse de hombros. Estaba acostumbrado a la guasa.

-Es cierto. No soy el mejor boxeador del mundo. Bueno, seamos sinceros, soy un boxeador de mierda. Vengo a entrenar cuatro veces por semana desde hace veinte años, pero no creo que vuelva a combatir en mi vida. Por mi propio bien, claro.

-¡Pero, hombre, alguien habrá de su nivel!

-No, no jamás encontraremos a un tío tan debilucho como yo que esté dispuesto a subirse a un ring a pegarse con otro ser humano.

-Ya veo.

"El Fardo" abandonó el gimnasio acompañando a los dos policía. No lo esposaron. No lo consideraron necesario.

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