El novio parecía nervioso
-como está mandado-, pero era un gesto de nerviosismo raro. Más que
la ansiosa ilusión del contrayente tradicional, lo suyo era un
pánico resignado.
-No parece usted muy
feliz, si me permite la grosería -terció el fotógrafo.
El novio se limitó a
encogerse de brazos y replicar:
-Se la permito
-Pero, supongo que usted
se casará enamorado.
-No, en realidad yo me
caso por educación.
La sorpresa del fotógrafo
era todavía mayor. Después de 20 años de profesión, creía
haberlo retratado todo, pero era evidente que no era así.
-¿Cómo dice?
-Sí, por educación.
¿Usted ha visto a la novia? Fea, antipática, corta de entendederas
y tan entradita en carnes como en años...¡Ni una maldita cualidad
de la que Cupido pudiera sacar una flecha! Su familia y la mía son
muy amigas de toda la vida, y yo, también fruta soltera pasada de
madura, y viendo a la madre de la susodicha tan atribulada por no
poder deshacerse de la muchacha, decidí que era mi deber de
caballero el echar una mano.
-Pero, ¿y el amor?
-El amor no tiene nada que
ver con el matrimonio. Por amor lo que se hace en enamorarse, la
propia palabra ya lo dice. ¿Casarse? Uno se casa por el bien
administrativo de los hijos, porque a las mamás lo contrario les
parecería totalmente inadmisible -y, además, les hace ilusión
presumir antes las vecinas- o porque en la empresa no estaría bien
visto eso de “vivir amancebado”
-Señor mío, su procaz
escepticismo ante el sacramento del matrimonio me parece escandaloso.
-Bueno, amiguete, usted y
el cura van a medias con la pasta que les vamos a pagar por un
horriblemente cursi álbum fotográfico que espero no tener que ver
jamás en mi vida, así que reconozca que ha puesto su granito de
arena para hacerme pensar lo que pienso.
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