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martes, 20 de enero de 2015

El Festín de las Hienas (y 5).

Como dice el dicho cuando reza, lo malo no es perder, sino la cara que se te queda.

-La verdad es que lo que la aguantó esa pobre señora..., eso no está en los escritos -decía una.

-¡Calla, coño, que para eso se le pagaba! -le rugió el marido.

-Y, encima, que no era ni de la familia ni na -terció un tercero.

-Hombre, siendo honrados, se portaba más como tal que cualquiera de nosotros -zanjó una cuarta.

Gladys García había llegado a España, por no traicionar al tópico, con los bolsillos vacíos y las maletas tan solo llenas de ilusión.

Pero, como era amiga de una prima de una señora toda confianza, terminó al cuidado diario -paseitos incluidos- de la tita Sabina. Le toleró los malos humos (que es la mala de la leche de la gente con dinero), las tiránicas exigencias (que la tita Sabina era de esas que se creen que un trabajador es un esclavo al que se le paga) y hasta el fétido olor de tener que limpiarle la caca a la señora.

Aunque, por otro lado y de modo inevitable, el roce terminó haciendo el cariño (del mismo modo que hizo falta mucho cariño por parte de Gladys para mantener el roce).

Gladys García no terminaba de creerse la noticia (seguramente, porque tampoco la entendía del todo).

-¿Cómo que todo lo de la señora es mío?

-Todito todo, señora. Heredera universal, hasta la finca de Extremeña se lleva usted.

Poco a poco, Gladys fue digiriendo la noticia, que tenía pocos estudios, pero de tonta no tenía un pelo.

Lo primero, alejarse en vuelo transatlántico de las garras de la familia de doña Sabina.

Y, lo segundo, vender lo antes posible la dichosa finca extremeña al mejor postor.

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