-¿Y es seguro?
-Totalmente.
Rucaflor torció el gesto y tomó un sorbito de su ginebra con tónica esmeradamente preparada por un barman internacional, que en ese sitio, además de discretos, preparaban las cosas muy bien. Su dinero les contaba a los clientes, claro está.
-Entonces, vamos de boda.
La señora de Arapil se carcajeó por lo pijo y lo cursi.
-Me tomas el pelo, ¿no?
-Es lo correcto. Si el chaval no está dispuesto, yo puedo hablar con él. Sabes lo convincente que puedo llegar a ser.
-Ni te molestes: ni él -ni mucho menos la niña- están dispuestos a casarse, y yo, ¿para qué te voy a engañar?, tampoco soy partidaria. No toca.
-Pero, entonces, ese niño...
-No es un niño, es un puñado de celulitas tan incómodas como la celulitis, y de las que nos vamos a deshacer oportuna y discretamente.
-¡No me puedo creer lo que estoy oyendo!
-¡No me jodas, Rucaflor, no me vengas con ese rollo, que aquí nos conocemos todos!
-Ya, veo que lo tenéis todo bajo control.
-Sí, la niña va a ir a Londres a perfeccionar su inglés durante un par de semanas. Y termínate la copa de una vez, que llegamos tarde a la cosa esa de la familia.
Iban los dos aunque, obviamente, llegaría cada uno por su lado, y con una oportuna separación temporal. Aunque todos los que lo saben todo lo supieran, las formas siempre hay que guardarlas cuando uno tiene una posición social.
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